Foto: Carmen Barrantes Takama (La Pampa, Km 107 de la carretera Interoceánica).
Por: Claudia Farfán Valer (Antropóloga e investigadora)
Las historias sobre la Trata de Personas están llenas de pequeños rincones oscuros. Las crónicas policiales la reducen a lo delictivo y perseguible, con una mirada siempre condenatoria, cerrándonos la posibilidad de advertir que estamos ante una realidad social compleja.
Sin embargo, cuando ampliamos la mirada sobre los testimonios, los operativos policiales y los presupuestos ejecutados por el Estado, vemos que esa pequeña nota policial en la esquina de un diario responde a un contexto económico, institucional y estructural. ¿Acaso transformar a una persona en una mercancía, supone nada más la inmediatez de la captura del tratante? ¿Esta realidad no debería llevarnos más bien a cuestionar todo el contexto que involucra?
La mirada a la que estamos habituados está compuesta por una serie de mitos y prejuicios. Uno de los mitos más difundidos es la supuesta lejanía. Muchos creen que la trata de personas es cosa del pasado o que está físicamente fuera de nuestro alcance. Sin embargo, actualmente el Perú ocupa el puesto número 18 entre 167 países en el mundo con más personas en situación de esclavitud moderna, y Cusco es el quinto distrito fiscal a nivel nacional con mayor número de víctimas.
La lejanía del delito nos ubica en un lugar de cómodo, fuera de riesgo y sin responsabilidad, y esto no puede ser más falso. Los delitos de trata no sólo transcurren dentro de nuestra región, sino también frente a nuestros ojos, invisibilizados bajo prácticas socialmente aceptadas, e históricamente arraigadas, como el padrinazgo, el trabajo ilegal en zonas de extracción minera o el trabajo precario de las empleadas del hogar. A esto se suma la amplia tolerancia social frente al delito. Es decir, vivimos en un estado de indulgencia generalizada, como si estuviésemos frente a algo que no se puede o no se quiere impedir.
Un segundo mito es asociar a la trata de personas solamente a la pobreza. Esta es solamente la mitad de la historia. Si bien la trata está relacionada a las necesidades económicas y a las mínimas condiciones de empleabilidad de las víctimas, también está asociada al crecimiento económico. Por lo general, las regiones boyantes son los espacios de explotación de las víctimas. En Madre de Dios, lugar de explotación, la pobreza no alcanza el 12% y la pobreza extrema no llega al 3%. Mientras que en la provincia de Quispicanchi, unos de los lugares más frecuentes de captación de víctimas, la pobreza bordea el 75% y extrema pobreza alcanza un 37%.
Hablar de pobreza a secas tampoco no refleja la complejidad de la realidad; es la cercanía a las regiones ricas el origen del abuso de poder cada vez más frecuente. Si la pobreza tiene impactos en la población, los polos de crecimiento también. Y aunque es difícil de aceptar, no importa si son espacios de crecimiento formal, informal o ilegal, pues aunque la situación es mucho más crítica en los lugares con actividades informales o ilícitas, los lugares inyectados con inversión legal también han sucumbido al delito. Por ejemplo, aunque la extracción minera ilegal e informal en Madre de Dios es el ejemplo más cercano y más cruel de la explotación de víctimas de trata, el periodo de construcción de la Carretera Interoceánica trajo consigo situaciones similares que no fueron prevenidas o perseguidas debidamente.

Un tercer mito es que el enfoque de género no es primordial para emprender la tarea de entender y combatir este delito. Si bien es reconocido como un componente, se piensa que está subordinado a otros aspectos de mayor relevancia. De este modo, se cierran los ojos frente a la realidad de que, en nuestra región, 7 de cada 10 víctimas de trata son mujeres y 3 de cada 10 son niñas.
Este mito no permite develar que el género es un elemento primordial y transversal, que guía y muchas veces justifica el delito, pues detrás de cada mujer y niña explotada sexualmente están dos ideas fundamentales: la representación de la mujer como objeto para intercambio y uso sexual, y la idea de que los varones poseen un deseo sexual exacerbado que los convierte en consumidores irreflexivos de sexo, a pesar de las situaciones de explotación y abuso en las que se ven envueltos. Aún peor, detrás de la explotación sexual de mujeres y niñas, está la idea de “la vida fácil”, que es la gran responsable de no poder ver a las víctimas como tales, sino más bien como culpables de su propia situación.
El último mito que vale la pena derrumbar es que la trata de personas se resuelve con el rescate de la víctima, cuando en realidad hay un largo camino por recorrer. Como punto de partida, está la tarea de combatir los estigmas sociales que recaen sobre las niñas y mujeres que fueron sujetos de explotación sexual y evitar que sean tratadas como culpables. La reinserción social y la restitución de derechos de las víctimas son otras tareas importantes para el trabajo post-rescate. Es importante que el estado dote a la víctima una condición plena de ciudadanía y asegure su acceso a derechos fundamentales, para así sacarla, de una vez por todas, de su condición de vulnerabilidad.
Las condiciones de explotación que sufren las víctimas superan la imaginación y mostrar las altas cifras del delito en contraste con su imperceptibilidad, es perturbador. Por eso es importante discutir sobre trata de personas, pues así los prejuicios pierden fuerza, logramos advertir lo que realmente enfrentamos y dejamos de justificar el delito.
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